El
14 de abril de 1931, hace ahora 70 años, las
calles de las principales ciudades de España
se veían inundadas por un tremolar de banderas
tricolores que celebraban la proclamación de
la Segunda República, y trece días más
tarde el Gobierno Provisional promulgaba un decreto
que determinaba en su artículo 1º la adopción
como bandera nacional de la formada “por tres bandas
horizontales de igual ancho, siendo la roja la superior,
amarilla la central y morada oscura la inferior”,
una disposición ratificada posteriormente por
la nueva Constitución. Con estas disposiciones
se rompía una tradición bicolor que contaba
ya con casi siglo y medio de existencia.
La
bandera que la nueva República adoptaba como
propia era la misma que numerosos grupos republicanos
-aunque no todos- habían venido usando como
alternativa a la enseña rojigualda, identificada
por ellos con la monarquía, y por tanto representaba
una idea de cambio radical en el sistema de gobierno
del país. Su disposición en tres franjas
de distinto color estaba probablemente influenciada
por la tríada jacobina de ” Libertad, Igualdad,
Fraternidad “ que los revolucionarios franceses
habían extendido por toda Europa, pero la característica
más llamativa de la nueva enseña era la
introducción del color morado.
Este
color era justificada en el Decreto por ser el “que
la tradición admite por insignia de una región
ilustre, nervio de la nacionalidad”, dando con
ello acogida y validez a una tradición que, a
pesar de haber sido refutada por prestigiosos investigadores,
había conseguido arraigar en las más diversas
capas de la sociedad española: la tradición,
leyenda o mito -como queramos llamarlo- del pendón
morado de Castilla.
Ya
en 1869, tras el derrocamiento de Isabel II y en medio
de las convulsiones políticas que condujeron
a la proclamación de la I República, una
comisión del Ayuntamiento popular de Madrid presentó
una proposición a las Cortes Constituyentes para
que adoptasen por bandera nacional la tricolor de faja
morada, propuesta que fue rechazada, por lo que la roja
y gualda siguió siendo la bandera representativa
incluso durante el efímero periodo republicano.
Dicha
proposición defendía el color morado como
propio de Castilla por la presencia del mismo en numerosos
emblemas y enseñas relacionados de una u otra
forma con el antiguo reino, y sobre todo sostenía
que de ese color había sido el pendón
que los comuneros habían alzado en su rebelión
contra Carlos V. En este sentido se hacía
eco de una extendida visión de la revuelta comunera
como una rebelión popular y democrática,
que defendía las libertades castellanas frente
al carácter centralizador y autoritario de la
idea imperial de Carlos V. Por tanto, los comuneros
habrían sido los precursores de todos los movimientos
progresistas de España, desde los liberales de
Riego a los federalistas. Sin embargo, y aparte de que
los estudios más serios han desmontado esta imagen
romántica, en ningún documento comunero
de los conservados aparece alusión alguna al
supuesto pendón morado, constando sin embargo
que en la batalla de Villalar (1521) se distinguieron
de sus enemigos mediante cruces rojas, mientras que
los imperiales las usaron blancas. Luego, hasta donde
sabemos, si hubo un color distintivo comunero fue el
rojo de sus cruces.
Parece
que el origen del malentendido se remonta al bienio
constitucional abierto en 1821 con el pronunciamiento
de Riego contra el absolutismo de Fernando VII, cuando
surgieron las discordias en el seno de los liberales
entre moderados y exaltados. Entre estos últimos
fue muy activa una sociedad secreta -con una considerable
presencia en Sevilla- conocida como Los Comuneros (probablemente
por la razón antes apuntada), que usaban una
bandera morada con un castillo. La radicalidad de
sus posturas y lo llamativo de sus actitudes, con extravagantes
pruebas de iniciación y ceremonias copiadas de
la masonería, debió dar lugar a una identificación
entre la causa revolucionaria y el color morado que
ellos exhibían no sólo en sus banderas,
sino también como distintivo personal, además
de contribuir a la relación entre este color
y el nombre de comuneros y, por extensión, de
Castilla. Una prueba de lo primero es el hecho de
que la bandera que en 1831 bordara en Granada Mariana
Pineda para ser usada en un levantamiento liberal, y
que le costó la ejecución, tuviera ese
color.
De
esta forma el morado comenzó a ser utilizado
junto con los dos colores históricos en algunos
ambientes republicanos, especialmente en los de tendencia
federalista, ya que consideraban que el rojo y el
amarillo, aparte de su identificación con la
monarquía, sólo representaba a una parte
de los pueblos integrantes de España, los vinculados
con la antigua Corona de Aragón, por lo que el
otro gran pueblo hispánico, el castellano, debía
estar presente en la bandera mediante el color que,
según la tradición, le era propio. Así,
en tiempos próximos a la Revolución de
1868 la faja tricolor fue adoptada como distintivo de
los concejales del Ayuntamiento madrileño, y
de ahí la referida propuesta.
Por
lo tanto, desde el punto de vista político la
bandera tricolor representó durante la mayor
parte del siglo XIX la idea de un cambio radical que
trajese a España un régimen republicano
en el que los distintos pueblos de España estuviesen
representados equitativamente.
Pero
como veremos en la segunda parte, no eran sólo
las ansias de cambio las que hicieron popular al color
morado.
LA
TRICOLOR. BREVE HISTORIA DE LA BANDERA REPUBLICANA
(2ª parte)
En el artículo anterior veíamos cómo
la inclusión del color morado en la bandera republicana
estaba influida por la creencia en el “pendón
morado de Castilla”, y cómo dicho color
había adquirido una significación revolucionaria.
Sin
embargo, en otros ambientes de signo totalmente opuesto
también arraigó esta tradición.
Lo más significativo probablemente sea el que
en 1833, cuando se produce la proclamación de
Isabel II, se adopta un estandarte real morado, lo que
reflejaba tanto un recuerdo del controvertido “pendón”
como el apoyo de los liberales a la reina niña
frente a los carlistas.
Este
fenómeno confluye con otro que se produce en
el ámbito militar, y que parece arrancar del
Regimiento de Infantería de Castilla, actualmente
denominado Inmemorial del Rey y considerado como el
más antiguo del Ejército español,
que adoptó uniforme morado en 1693, al parecer
en recuerdo de haber tenido origen en unas tropas reclutadas
por un obispo castellano en tiempos de Fernando III,
lo que determinaría el color eclesiástico
morado que fue su distintivo. Por ello fue conocido
vulgarmente como Tercio de Morados, y de esta
forma, el nombre de Castilla y el color morado se reunieron
en las aspiraciones de antigüedad, y por lo tanto,
de precedencia y privilegios, de una unidad militar
que, dado su prestigio, despertó deseos de emulación
entre otras unidades. Así, el Regimiento de Reales
Guardias de Infantería Española obtiene
desde su creación en 1703 el color morado para
su bandera principal o coronela, en lugar de la blanca
reglamentaria. El Regimiento de Castilla quiere también
recuperar un color que considera propio, y solicitará
repetidas veces el morado para su bandera, hasta que
le es concedido en 1830, siendo imitado en los años
posteriores por otros cuerpos y unidades. Cuando además,
la propia monarquía adopta este color para su
principal enseña, el estandarte, se refuerza
en estas unidades el deseo de mostrar su vínculo
con dicha institución mediante la exhibición
del morado en sus banderas.
Pero
quizá en el origen de todas estas historias subyazca
una simple confusión cromática. Por una
parte, la confusión terminológica entre
púrpura, que en castellano designa a un tinte
de un color rojo intenso, y que en realidad equivaldría
a encarnado o carmesí, y el termino heráldico
homónimo que se representa mediante el color
morado, lo que habría dado lugar a que enseñas
que en su origen eran rojas, al ser descritas como “púrpuras”
acabasen siendo representadas como moradas. Esto es
bastante evidente en un ámbito paralelo, en el
caso de la figura del león que aparece en el
escudo de España, y que siendo descrito durante
siglos como “púrpura” era representado
como de color rojo, y sólo a principios del siglo
XIX empezó a ser pintado de púrpura heráldico,
es decir, de morado. Por otra parte, es un hecho demostrado
que la acción del tiempo puede hacer que los
tintes rojos se oscurezcan hasta adoptar una tonalidad
violácea, lo que se ha comprobado al examinar
algunas banderas identificadas como “Pendón
de Castilla”, y que al ser sometidas a un detallado
análisis han resultado ser rojas. Y tampoco
hay que olvidar la amplia presencia del color morado
en el ámbito religioso, desde vestiduras
a ornamentos y estandartes, lo que sin duda debió
influir en la aceptación de dicho color en un
país de tan arraigada religiosidad.
De
este modo, en vísperas del advenimiento de la
Segunda República se producía la gran
paradoja de que los republicanos como innovadores, y
amplios sectores militares como inmovilistas, coincidían
en considerar el color morado como representativo de
Castilla.
Por
ello, debe admitirse que en 1931 el color morado contaba
con una tradición, no por infundada menos valiosa,
que si no justificaba al menos hacía comprensible
su inclusión en una enseña que pretendía
simbolizar la pluralidad de los pueblos de España,
desde un espíritu a la vez rupturista y respetuoso
con el pasado. Sin embargo, cabe preguntarse si
la decisión del nuevo régimen de adoptar
la tricolor no fue un error que contribuyó a
enajenar las voluntades de todos aquellos que consideraban
a la bandera rojigualda como el verdadero símbolo
de España, y no de la monarquía, sectores
de la población cuya aceptación de la
Segunda República se podría haber ganado
conservando, como hizo la Primera, y como cuarenta y
cinco años después hizo la Transición,
los colores del paño y cambiando simplemente
el escudo.
Con
respecto al escudo, y para finalizar con una nota local,
quisiera decir a título de curiosidad que uno
de los pocos ejemplares que se conservan del escudo
republicano con la corona mural se encuentra en la comisaría
de la Policía Nacional de Alcalá. Después
de setenta años, se trata de un auténtico
testigo de nuestra agitada historia.