El entramado jurídico militar,
con toda su parafernalia de auditorías, sumarios,
tribunales militares, fiscales, consejos de guerra…,
se limitó a cumplir con la misión que
el plan militar elaborado por los generales sublevados
les había asignado. No fueron mejores ni peores
que el resto. Eran otro “Cuerpo de ejército”
más que actuaba en la retaguardia, un brazo más
del terror. Y no por ignorancia jurídica, sino
con conocimiento pleno, pues la mayoría eran
abogados o militares togados o ex jueces o ex fiscales
o licenciados en derecho. Conocimientos
no les faltaban, simplemente, carecían de la
voluntad de “ser”, de la naturaleza del
hombre “justo”. Leguleyos, siempre los hubo
en abundancia en este país; hombres justos, mujeres
justas…¡qué escasez!
La
España nacionalista se constituyó también
como un “estado de derecho”. Sí,
porque eso del “estado de derecho” es otro
lugar común de nuestros días. Todos los
estados modernos son “estados de derecho”,
pues todos precisan de normas, de leyes, de disposiciones,
para funcionar. El régimen político de
un país podrá ser dictatorial, democrático,
monárquico…; lo que sea, pero en todos ellos
habrá un cuerpo legal que rija la vida del país.
Hablar, pues, de “estado de derecho” para
definir un sistema político es no decir nada,
es utilizar un eufemismo para evitar denominar por su
nombre a lo que hay.
En
fin, que como todo el mundo sabe, en Asturias la sublevación
militar contra la II República la inició
un coronel amparado en unos miles de hombres armados
sujetos a su obediencia. Ese coronel escribió
en un papel una serie de disposiciones por las que todo
el poder en la región pasaba a sus manos y dictó
una serie de normas: ese es el bando del coronel Aranda
declarando el estado de guerra en Asturias. Días
después, unos generales reunidos en Burgos extendieron
la declaración del estado de guerra a toda España:
“Ordeno y mando”; y para el que no obedezca
o para el desafecto, Código de Justicia Militar
y pena de muerte. Ese es el resumen.
Boletín
Oficial de la Junta de Defensa Nacional de España.
Burgos,
4-9-1936. Decreto número 79.
Se
hace necesario en los actuales momentos, para mayor
eficiencia del movimiento militar y ciudadano, que la
norma en las actuaciones judiciales castrenses sea la
rapidez, haciéndola compatible con las garantías
procesales de los encartados; que se evite en lo posible
el distraer del servicio de armas a los Jefes, Oficiales
y clases para ocuparlos en la tramitación de
dichos procedimientos y que, finalmente, se atienda
a las conveniencias del servicio militar obviando la
dificultad de comunicaciones.
Por
ello, como Presidente de la Junta de Defensa Nacional,
y de acuerdo con ésta, vengo en decretar:
Artículo
primero. Todas las causas que conozcan las jurisdicciones
de Guerra y Marina se instruirán por los trámites
del juicio sumarísimo que se establecen en
el título diecinueve, tratado tercero, del Código
de Justicia Militar, y título diecisiete de la
Ley de Enjuiciamiento Militar de la Marina de Guerra,
con las modificaciones siguientes:
A)
No será preciso para ello que el reo sea sorprendido
“in fraganti” ni que la pena a imponer sea
la de muerte o perpetua. (…)
Boletín
Oficial de la Junta de Defensa Nacional de España.
Burgos,
16-9-1936. Decreto número 108.
(…)
Artículo primero. Se declaran fuera de la
ley todos los partidos y agrupaciones políticas
o sociales que, desde la convocatoria de las elecciones
celebradas en fecha 16 de Febrero del corriente año
han integrado el llamado Frente Popular, así
como cuantas organizaciones han tomado parte en la oposición
hecha a las fuerzas que cooperan al movimiento nacional.
Artículo
segundo. Se decreta la incautación de cuantos
bienes muebles, inmuebles, efectos y documentos pertenecieren
a los referidos partidos o agrupaciones, pasando todos
ellos a la propiedad del Estado.
Artículo
tercero. Los funcionarios públicos y los de empresas
subvencionadas por el Estado, la provincia o el municipio,
o concesionarias de servicios públicos, podrán
ser corregidos, suspendidos y destituidos de los cargos
que desempeñen cuando aconsejen tales medidas
sus actuaciones antipatrióticas o contrarias
al movimiento nacional.
Artículo
cuarto. Las correcciones y suspensiones a que se refiere
el artículo anterior, serán acordadas
por los jefes del centro en que preste sus servicios
el funcionario y, en su defecto, por el superior jerárquico
del corregido, y aquéllos, en su caso, previa
la formación del oportuno expediente, propondrán
la destitución a la autoridad, empresa o corporación
a quien correspondiera hacer el nombramiento. (…)
Así
que a partir de Octubre de 1937 empiezan a funcionar
en Gijón los tribunales militares y los consejos
de guerra instaurados por los del “ordeno y mando”.
No tengo tiempo, ni ganas, para entrar en más
decretos, normas y demás literatura leguleyística.
La realidad “legal”, “el horizonte
penal”, que dicen ahora los cursis, lo que les
esperaba a los vencidos, a los prisioneros era más
o menos así:
En
los campos de concentración y en las prisiones
provisionales se ponían en marcha las “Comisiones
Clasificadoras de Prisioneros y Presentados” (CCPP).
Además, antes y durante el proceso de clasificación,
grupos de falangistas de cada pueblo o ciudad revistaban
a los prisioneros y se llevaban a aquellos que identificaban
y consideraban que merecían ser “paseados”.
El resto de los prisioneros iban pasando a prestar declaración
ante la CCPP correspondiente, y si de las pesquisas
realizadas no se descubría ningún cargo,
o sea, si el prisionero no tenía ninguna denuncia
y no había prestado servicio de armas o lo había
hecho como simple soldado con su quinta, entonces, era
enviado, ya clasificado, a un campo de prisioneros a
la espera de ser destinado a un batallón de Trabajadores.
Si no se le descubría ningún cargo, los
informes de la Guardia Civil y Falange eran favorables
y el prisionero o, más bien, su familia conseguía
dos avales de dos personajes representativos del nuevo
régimen, tal que el cura del pueblo, el ricachón,
el alcalde o el jefe de Falange, pues con esos dos
avales era puesto en libertad. Ahora bien, si por
la edad estaba comprendido entre las quintas movilizadas,
se le enviaba al frente con el ejército nacionalista.
Si sobre el prisionero surgía la más leve
sospecha, la más mínima denuncia, entonces
se iniciaban los trámites para que fuera sometido
a un consejo de guerra.
En
la zona de Asturias ocupada por los sublevados, los
tribunales militares desarrollaron su labor represiva
en Oviedo y Luarca, principalmente, pero también
fueron numerosos los consejos de guerra celebrados en
Castropol, en Cangas de Narcea, en Tineo, en Pravia
y, tras la caída de Santander, en Llanes.
A partir de Noviembre del 37, el Tribunal Militar
nº 3 actúa en Oviedo y el Tribunal Militar
nº 1 inicia sus actuaciones en Gijón.
Algún consejo de guerra, quizás por motivos
ejemplarizantes, se celebró en Avilés,
Sama, Mieres…
Estos
tribunales militares estaban formados por un presidente
y cuatro vocales. Los consejos de guerra se celebraban
por el procedimiento sumarísimo de urgencia.
Junto con el tribunal, estaban presentes en el consejo
de guerra un fiscal, el juez instructor y su secretario,
y el abogado defensor y los acusados. La vista era
pública y por cada consejo de guerra pasaban
una media de diez acusados. Solamente en casos excepcionales,
cuando la trascendencia política del acusado
fuera muy grande, se celebraban consejos de guerra individuales.
La duración media solía ser de una hora.
Lo más frecuente era que los acusados no pertenecieran
al mismo expediente policial, salvo en aquellos casos
en que hubieran conseguido detener y procesar a la vez
a, por ejemplo, los miembros de un comité de
guerra de una localidad o a los dirigentes sindicales
que gestionaban una fábrica.
Una
vez celebrado el consejo de guerra, el tribunal se reunía
en sesión secreta para deliberar y dictar sentencia.
Las sentencias eran adoptadas por unanimidad y rarísima
era la vez en que algún miembro del tribunal
quisiera dejar constancia de su discrepancia. Las sentencias
dictadas eran sometidas al Auditor de Guerra para su
aprobación. El Auditor de Guerra de Asturias
tenía su residencia oficial en Gijón.
Una vez aprobada la sentencia por el Auditor, el juez
instructor procedía a notificarla a los condenados
y a ordenar su cumplimiento, excepto en el caso de las
penas de muerte. Las penas de muerte quedaban en
suspenso y no se ejecutaban hasta que no se recibía
el “enterado”, o la “conmutación”,
de la Asesoría Jurídica del Cuartel General
del Generalísimo. De este trámite
queda el testimonio de Serrano Suñer,
“el cuñadísimo”, entonces
ministro de Gobernación, que cuenta como Franco
recibía todos los días después
de comer, a la hora del café, al coronel jurídico
Martínez Fuset cargado de carpetas rebosantes
de condenas de muerte que ponía a la firma del
Caudillo.
En
Gijón, el Tribunal Militar Permanente de Asturias,
nº 1, actuó hasta el día 17 de Mayo
de 1938. Días después, ese Tribunal,
presidido por el comandante Luis de Vicente Sasiain,
se trasladó al campo de concentración
de Camposancos, en el municipio pontevedrés de
La Guardia, para continuar allí su labor contra
los prisioneros asturianos. Le sustituyó
en Gijón el Tribunal Militar Permanente de Asturias,
nº 3. Este Tribunal, que actuaba también
en Oviedo, se trasladaba todos los días por la
tarde a Gijón. Los consejos de guerra se celebraban
en el salón de actos del Instituto “Jovellanos”,
a una media de tres o cuatro diarios, en sesiones de
mañana y tarde. En ocasiones, también
se utilizaron las dependencias del colegio “Santo
Angel” y las de la Feria de Muestras. Para
los consejos de guerra de oficiales generales se utilizó
el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Gijón.
Una
vez que se normalizó la actuación procedimental
de las auditorías y tribunales militares, el
expediente de cada encartado se iniciaba con su declaración
ante la CCPP, la Guardia Civil, policía de Asalto
o Falange, o bien, por una denuncia que cualquiera presentaba
contra él en la policía o en Falange.
A continuación, el Auditor de Guerra designaba
al juez instructor y éste nombraba a un secretario.
Todas las actuaciones se hacían por diligencia
y de todas ellas daba fe el secretario. Se llamaba a
declarar a los testigos y, en la mayoría de los
casos, el encartado hacía una segunda declaración
ante el juez instructor y el secretario. Cada expediente
tenía un número. Averiguar ese número
era importantísimo para cualquier gestión
que se quisiera hacer en favor del encausado, tanto
antes como después de dictada sentencia. El juez
instructor agrupaba diez, doce o veinte expedientes
en un mismo sumario, redactaba entonces el “Auto
resumen” y lo sometía a la consideración
del Auditor de Guerra. Éste era el que decidía
el procesamiento o no de los encartados, la continuación
de las averiguaciones o la celebración del consejo
de guerra sumarísimo de urgencia. Un día
o dos antes de la celebración del consejo de
guerra, los procesados elegían un abogado defensor
de entre la media docena de defensores militares que
actuaban en Gijón.
El
día del consejo de guerra, los encartados eran
conducidos esposados y custodiados por la policía
desde la cárcel a presencia del tribunal.
En el consejo de guerra se leían los cargos,
el fiscal pedía la pena para cada uno de los
acusados, el defensor hacía una breve “defensa”
y el tribunal se retiraba a deliberar. Durante la
vista, no se solía practicar prueba alguna ni
se llamaba a declarar a ningún testigo, y
si alguno lo hacía, era siempre en pro de la
acusación. La argumentación del abogado
defensor iba dirigida, no a tratar de demostrar la falsedad
o ausencia total de pruebas de la acusación,
sino a poner de manifiesto la inconsciencia del acusado,
su subordinación y cosas por el estilo, y a apelar
a la benevolencia del tribunal; los defensores solían
concluir solicitando que se impusiera la pena inferior
a la solicitada por el fiscal, que casi siempre era
la capital. Una vez celebrado el consejo de guerra,
los procesados eran devueltos a la cárcel. Como
los consejos de guerra se celebraban en audiencia pública,
los familiares de los encartados aprovechaban para verlos
e intentar acercárseles y darles un beso o un
abrazo: todo dependía de la benevolencia o crueldad
de los guardias que los custodiaban. A los dos o tres
días, y una vez que el Auditor de Guerra hubiera
aprobado la sentencia, se les notificaba ésta
a los procesados.
Los
condenados a penas de años de cárcel,
pasaban a cumplirlas, abonándoseles el tiempo
que llevasen en prisión. Los condenados a pena
de muerte, quedaban a la espera de lo que sobre ellos
se resolviese en el “Cuartel General del Generalísimo”.
Sus familiares, si es que los tenían, empezaban
a hacer gestiones de todo tipo, a pedir favores a todo
el mundo, tratando de conseguir el indulto: firmas de
dirigentes derechistas, búsqueda de influencias,
viajes a Salamanca o Burgos para tratar de entrevistarse
con los gerifaltes de la sublevación, o con sus
mujeres… En la mayoría de los casos, al mes
y medio ya se había adoptado una resolución
en un sentido u otro. Si la pena de muerte venía
conmutada por la inmediata inferior de reclusión
perpetua, se le comunicaba al preso, que, a veces, ya
estaba enterado unas horas antes por los familiares.
Pero a muchos presos no se les informó de
que la pena de muerte había sido conmutada hasta
transcurrido un año o más. Era otra estratagema
del sistema de terror para tener sometidos a los presos
y a sus familias, pendientes como estaban del señuelo
del “indulto”. Al mismo tiempo, se les
destruía psicológicamente haciéndoles
vivir durante tanto tiempo la tensión de que
cada amanecer fuera el último: el del su fusilamiento.
Las
penas de muerte se ejecutaban por fusilamiento y rara
vez por agarrotamiento. Cuando el tribunal del consejo
de guerra consideraba que la pena de muerte era poco
castigo, solicitaba al Auditor que se ejecutase al reo
con “garrote vil”. En Gijón, solamente
se agarrotaron a tres o cuatro personas.
Una
vez recibido el “enterado” para la ejecución
de las penas de muerte, el Comandante Militar de la
plaza señalaba el lugar, día y hora, la
composición del piquete de ejecución y
otros pormenores. En la cárcel de El Coto,
transcurridos los primeros meses, los presos sabían
con antelación cuándo iba a haber fusilamientos,
cuándo iba a haber “saca”, que era
como se decía en el argot carcelario. La relación
de los que iban a ser fusilados solía llegar
a las oficinas de la prisión por la tarde. Según
cuentan los supervivientes, la clave para saber si esa
madrugada iba a haber “saca” o no era el
semblante de un preso que trabajaba en la oficina: si
en el transcurso del último recuento del día,
sonreía, era que no había fusilamientos;
si estaba serio, entonces, sí.
A
los que iban a ser ejecutados se les ponía en
“capilla” en un lugar separado del resto.
El tiempo y condiciones de estancia en capilla variaban
de una cárcel a otra, oscilando entre una o dos
horas, o la noche entera. Todos los relatos coinciden
en señalar la repugnante actuación que
en esos tristes momentos tenían los representantes
de la Iglesia Católica. Capellanes, sacerdotes,
frailes, se lanzaban sobre aquellas pobres gentes que
vivían sus últimas horas para que confesasen
y comulgasen. La tenacidad, la presión y la intensidad
con que llevaban a cabo su labor de “salvar almas”
ofendería hoy hasta al más fanático
de los católicos españoles. ¡Qué
falta de respeto tan grande! ¡Qué ausencia
de humildad, de conciencia, de humanidad…, de todo!
Solamente los más serenos y concienciados tenían
fuerzas todavía para enfrentarse a la clerigalla.
¡Qué placer y qué perversión
escribir después a la viuda para comunicarle,
junto con la noticia de la muerte del esposo, que “un
consuelo, y no pequeño, la debe de quedar, y
es que murió cristianamente, confesándose
y comulgando…”! ¡Qué tíos
más bestias!
Orden
del Ministro de Justicia franquista, Tomás Domínguez
Arévalo, al Jefe del Servicio Nacional de Prisiones.
BOE 6-10-38.
Ilmo.
Sr. : Disuelto desde 1931 el Cuerpo de Capellanes de
Prisiones y declarados en situación de excedencia
forzosa con percibo de dos tercios de su haber anual,
los sacerdotes que lo componían, muchos de los
cuales han desaparecido posteriormente, por distintas
causas, se hace preciso organizar sobre nuevas bases
la asistencia religiosa de los recluidos en los Establecimientos
penitenciarios, misión que, si en todo tiempo
representó un valioso factor de moralización
del delincuente, ahora, ante las circunstancias nacionales,
alcanza mayor trascendencia aún y requiere por
eso mismo el más extremado celo sacerdotal en
su desempeño. A tal fin, este Ministerio ha tenido
a bien disponer:
Primero.-
La asistencia religiosa de las Prisiones, con la intensa
labor de apostolado que la condición de los recluidos
demanda, quedará bajo el patrocinio y dirección
del Excmo. Sr. Obispo de cada Diócesis, dentro
del territorio de la misma; correspondiendo al Prelado:
a)
Proponer a esa Jefatura del Servicio Nacional los Sacerdotes
del Clero secular o regular, a quienes haya de confiarse
el servicio religioso, a título de Capellanes
provisionales en las Prisiones, individualizando la
propuesta para cada una e indicando la gratificación
que como estipendio deba percibir el designado, en cuantía
proporcional a la cifra del contingente recluso a su
cargo.
b)
Ejercer su alta vigilancia en cuanto al celo con que
desempeñen su cometido espiritual los Capellanes
de Prisiones de la Diócesis, para estimularlos
al mejor y más desvelado cumplimiento de los
deberes que les incumben.
c)
Proponer la remoción y sustitución de
los Capellanes que, por razones o conveniencias de cualquier
índole, a juicio del Prelado, lo merezcan.
(…)
Tercero.- Los Directores de los Establecimientos atenderán
cuantas indicaciones se dignen hacerles los respectivos
Prelados acerca de las necesidades del Culto en las
Prisiones (…)
Cuando
se sabía que al día siguiente iba a haber
fusilamientos, todos los presos condenados a pena de
muerte pasaban la noche en una tensión fácil
de imaginar. Así, un día y otro. La tenue
luz del amanecer se acompañaba de los siniestros
sonidos de los heraldos de la muerte: el runrún
de los motores de las furgonetas que transportaban al
piquete; los golpes de las botas y de las culatas de
los fusiles contra el suelo de la entrada de la cárcel;
cerrojos que se descorren, puertas que chirrían,
pasos en la galería, la puerta de una celda que
se abre y otra y otra…, y los pasos se detienen delante
de la tuya (o pasan de largo), abren la puerta y la
luz se enciende, cegadora, y pronuncian varios nombres
y el tuyo (o el de otros compañeros) y una palabra
seca: ¡vístanse!
Es
la muerte para unos y un día más para
otros.
Los
condenados, tras pasar por “capilla”, eran
conducidos al cementerio de Ceares. Los fusilaban hacia
las ocho de la mañana, contra un paredón,
y eran enterrados a escasos metros en una fosa común.
Los familiares, si es que se llegaban a enterar, tenían
prohibido recuperar el cadáver.
Los
piquetes eran dos: uno de ejecución y otro de
vigilancia. Eran de la Guardia Civil y de la policía
de Asalto, y se alternaban en ambas tareas.
De
los condenados a pena de muerte que fueron ejecutados
a “garrote vil”, uno, debió de ser
agarrotado en Santa Catalina; los otros, en el patio
de la cárcel de El Coto. A una de estas ejecuciones
a “garrote vil” que se hicieron en uno de
los patios de la cárcel de El Coto fueron invitados
a asistir hombres, mujeres y niños, permitiéndoseles
entrar en la cárcel y contemplar tan sobrecogedor
espectáculo.
Al
terminar la guerra, en Abril de 1939, se produjo un
colapso en el sistema carcelario y en el funcionamiento
de la jurisdicción militar, tan elevado era el
número de prisioneros, y ello obligó a
que se empezaran a aprobar reducciones de condena. Unos
pocos salían y muchos más entraban.
Decreto
del Ministro del Ejército franquista, general
José Enrique Varela Iglesias, creando, con carácter
provisional, diversas Auditorías y una Fiscalía
Jurídico Militar por cada una de ellas.
La
actual organización Regional de la Justicia Militar,
responde a la lógica necesidad de centralizar
en las Regiones tan importantes funciones y de no separar
del mando militar el ejercicio de la Jurisdicción,
que es uno de sus necesarios e imprescindibles atributos.
Pero en los momentos presentes, en que se liquidan las
responsabilidades, que en tan enorme volumen se han
contraído durante el Glorioso Movimiento Nacional,
esta centralización regional somete a las Autoridades
Judiciales a un abrumador trabajo, incompatible con
la necesidad de liquidar rápidamente este importante
problema. Por ello, se impone la necesidad de aumentar
el número de Auditorías en la medida
que se estime necesaria y atribuir jurisdicción
independiente a las Autoridades Militares subalternas
de modo transitorio y entretanto subsista la necesidad
que ahora se aprecia. (…)
En
virtud de este decreto se crearon las siguientes Auditorías:
I
Región Militar: en Aranjuez (para las provincias
de Toledo y Cuenca); en Mérida (Ciudad Real,
Cáceres y Badajoz).
II
Región Militar: en Córdoba (Córdoba
y Jaén); en Granada (Granada, Málaga y
Almería).
III
Región Militar: en Murcia (Murcia, Albacete y
Alicante).
IV
Región Militar: en Gerona (Gerona y los partidos
judiciales de Berga, Vich, Manresa, Tarrasa, Sabadell,
Granollers, Arenys de Mar y Mataró de la provincia
de Barcelona); en Tarragona (Tarragona y Lérida).
V
Región Militar: en Guadalajara.
VI
Región Militar: en Bilbao (Vizcaya, Santander
y Guipúzcoa).
VII
Región Militar: “Auditoría de Asturias,
para toda la provincia de Oviedo.”
En
ese mismo BOE aparecen los nombramientos del general
de División honorario en situación de
reserva, Carlos Guerra Zabala, como vocal del Consejo
Supremo de Justicia Militar, y el del general de Brigada
Arturo Cebrián Sevilla como secretario del mencionado
Consejo.
No
sé si guardaría relación con lo
dispuesto en el anterior decreto o no, pero lo cierto
es que hay un momento en que en Gijón dejan de
celebrarse consejos de guerra y pasan a Oviedo. En esa
época, año 1939, se está “juzgando”,
principalmente, a los asturianos o avecindados en la
región que habían conseguido evacuar de
Asturias, pero que fueron capturados en la zona republicana
al finalizar la guerra. La mayoría de los consejos
de guerra son ahora individuales. Tanto en Gijón
como en Oviedo, los pelotones de fusilamiento seguían
funcionando.
En
los años 1944 y 1945, viendo que la derrota de
sus socios nazis y fascistas era ya irremisible, el
régimen de Franco, atendiendo a la total falta
de principios y al afán de permanencia en el
poder que caracterizaba a sus miembros, inició
el acomodo a la nueva situación internacional
introduciendo algunas modificaciones legales en el entramado
represivo. Entre ellas, se incluyeron nuevas normas
de reducción de condena y de puesta en libertad
condicional, lo que supuso, en la práctica, que
la mayoría de los presos de la guerra salieran
de la cárcel por esa época. Digo “salieran”
en vez de “quedasen en libertad”, porque
en España “libertad” no había,
seguía estando prohibido ser libre. Y menos que
nadie, los expresos, la totalidad de los cuales tenían
que presentarse todas las semanas o cada quince días
en el cuartel de la Guardia Civil y, además,
eran vigilados y molestados constantemente. Muchos de
ellos, por determinación de alcaldes, párrocos
y comandantes de puesto de la Guardia Civil, fueron
desterrados a otras provincias, lejos del pueblo en
el que nacieron o vivían. El nueve de Octubre
de 1945 se concedió por decreto el indulto para
los condenados por rebelión militar que no habían
sido fusilados.
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