Con
este artículo se quiere rendir homenaje a las
mujeres que en Gijón fueron condenadas a pena
de muerte por los tribunales militares del ejército
franquista, tribunales que empezaron a funcionar en
esta ciudad tras la derrota de las fuerzas republicanas
en Octubre de 1937 y la consiguiente ocupación
total de Asturias.
Como
eran mujeres del pueblo, su biografía se limita
a los datos de filiación y a la reseña
acusatoria de los que las mandaron matar: sus familiares,
sus camaradas, sus amigos y vecinos, o los hijos de
sus familiares, camaradas…, o los nietos de sus…,
nos harán llegar más información.
Así lo pedimos y esperamos. Porque el pueblo
nunca ha perdido la memoria. Todos los que vivieron
y sufrieron la barbarie franquista no pueden olvidarla
jamás.
La
memoria solamente se pierde por enfermedad o, para
lo que aquí se trata, por conveniencia política.
Durante la dictadura franquista, en cada provincia
española ha habido un Pinochet y un Videla
con su cohorte de “milicos” y sus escuadrones
de la muerte. Transición/transacción:
¿cómo se iba a recordar a los cientos
de miles de víctimas del franquismo cuando
se estaban sentando a la misma mesa con los autores
y beneficiarios de aquel genocidio para negociar,
pactar y repartir el poder y sus prebendas en el continuismo
del nuevo/viejo régimen monárquico?
Cuando
un sistema político se impone en un país
de forma fraudulenta y se desarrolla en un ambiente
de oportunismo e hipocresía, necesita reescribir
la historia para adaptarla a sus conveniencias presentes.
Tarea difícil, porque para que la mentira triunfe
se requiere mucha inteligencia y pocos o ningún
testigo. Escasea la inteligencia tanto como abunda
la propaganda. Testigos, testimonios y pruebas quedan
muchos pese al paso del tiempo y a la labor depuradora
de los “viejos” censores, ahora al servicio
de la monarquía.
Anita
Orejas: ¿quién era Anita Orejas? Pues
Anita Orejas López era una chica de 23 años
y con sus 23 años la fusilaron contra las tapias
del cementerio de Ceares un amanecer de Noviembre
de 1937. Anita Orejas no fue ni una Agustina de
Aragón ni una Dolores Ibarruri, y aunque lo
hubiera sido; no comandó ningún batallón
ni practicó el espionaje o la delación,
y aunque lo hubiera hecho; no era maestra ni fue,
siquiera, miliciana, y aunque lo hubiera sido. Anita
Orejas era una chica de 23 años que vivía
en Gijón, al final de la calle de Ferrer y
Guardia, y trabajaba como empleada de hogar: ¡y
la fusilaron un nueve de Noviembre!
Durante
la guerra, Anita trabajó como enfermera en
alguno de los numerosos y atestados hospitales de
Gijón, y se afilió al Partido Socialista.
La detuvieron a los pocos días de la entrada
de las tropas franquistas en Gijón y se la
llevaron al cuartel de la Guardia Civil de Los Campos…
Oficialmente, en los legajos, la denuncia parte de
una mujer, dos años más joven que Anita,
que estaba casada con uno de los guardias civiles
de ese cuartel. El marido de la denunciante estuvo
prisionero durante todo el tiempo que duró
la guerra en el Norte por haberse unido a los sublevados.
Cumplía condena en el penal de El Dueso pero,
al producirse el avance nacionalista sobre Santander,
le evacuaron, junto a los demás presos, hacia
Asturias. A ese guardia civil y a otros muchos les
mataron luego en la playa de La Franca, no se sabe
si por intento de fuga, por orden superior o por simple
venganza.
No,
Anita ni estuvo allí ni sabía nada de
eso, pero aunque hubiera estado y aunque lo hubiera
sabido. A Anita la acusaban de haberla visto dentro
del cuartel de La Guardia Civil de Los Campos a los
tres días de que los guardias se hubieran rendido.
La denunciante decía que Anita llevaba pistola
al cinto y, al cuello, un pañuelo rojo. Admitía
Anita haber entrado en el cuartel, pero negaba lo
de la pistola y el pañuelo, pero aunque los
hubiera llevado. Esa mujer que la denunció,
la identificó después en una rueda de
presos: ¿cómo alguien puede recordar,
tras el paso de quince meses, la cara de una persona
que solamente vio unos instantes en medio del barullo
y desorden propios de la situación? Claro que
también pudiera suceder que la denunciante
conociese de antes y odiase a Anita por motivos que
nada tuviesen que ver ni con la guerra ni con la revolución,
o que la denunciante no hiciera más que obedecer
las instrucciones de una tercera persona… Pero,
aunque así fuera.
Porque
Anita Orejas, que tenía 23 años y se
había afiliado al Partido Socialista durante
la guerra, no era ni Agustina de Aragón ni
“La Pasionaria”, ni comandanta de batallón
ni miliciana, ni maestra de la ATEA ni dirigente sindical
ni concejala. Ni siquiera pertenecía a un comité
cualquiera. A Anita no se le ocupó ningún
pañuelo rojo ni, mucho menos, ninguna pistola;
y, además, tuvo “la suerte” de que
la susodicha denuncia cayese, no en manos de unos
“gatilleros” de Falange con ganas de darle
el “paseo”, sino que la denuncia siguió
el trámite oficial, con sus atestados redactados
en lenguaje policial y cumplimentados con las pólizas,
sellos y firmas pertinentes. Siguió con
suerte, Anita Orejas, porque su causa judicial no
le tocó a un chusquero llegado del frente,
sino que tuvo como juez instructor a un hombre de
leyes como Vicente Otero Goyanes, alférez Jurídico,
que auxiliado por su secretario, Manuel Martínez
de la Vega, dio cuerpo al que sería “sumarísimo
de urgencia nº 170”. La instrucción
del sumario, ¡qué duda cabe!, fue tan
imparcial como exhaustiva, y llevó al instructor
a concluir que los hechos aquí sucintamente
relatados eran constitutivos de un delito de rebelión
militar: ¡así lo afirmó y firmó
un señor alférez del cuerpo Jurídico
militar!
Fue el lunes, día ocho de Noviembre de 1937,
cuando comenzaron a celebrarse los consejos de guerra
sumarísimos de urgencia en Gijón, en
el salón de actos del Instituto Jovellanos:
¡La obra más importante y más
querida del ilustre y benéfico Gaspar Melchor
de Jovellanos convertida en albergue de falangistas
y policías de Asalto, en cárcel y centro
de tortura, en escenario de la suprema ignominia y
perversión humanas!
A
las diez de la mañana hacían su entrada
los miembros del Tribunal Permanente nº 1, que
preside el comandante de Caballería Luis de
Vicente Sasiaín, y se celebraba el primer consejo
de guerra: tres son los acusados: Constantino Valero,
Florentino Argós y José Luis Ferrer.
Audiencia pública. Se encarga de leer las acusaciones
el secretario del consejo, que es el joven abogado
gijonés Bonifacio Lorenzo Somonte. Actúa
de fiscal el alférez honorífico del
Cuerpo Jurídico Antonio Iglesias.
Apenas
una hora después, a las once y cuarto, se celebra
el segundo consejo de guerra. Lo forman el mismo tribunal,
secretario y fiscal. Los acusados son: Valentín
Sánchez Cuesta, Cipriano Carrera y Ana Orejas
López. El fiscal es tan breve como conciso
y pide la pena de muerte para los tres. El defensor,
teniente Luis Barreiro Paradela, al decir de las crónicas
periodísticas, “da comienzo a su brillante
informe considerando las bellezas de Asturias, grande
y digna, y después de intentar refutar los
cargos que el Ministerio Fiscal imputa a sus patrocinados,
solicita se les considere como autores de un delito
de auxilio y no de rebelión.” Se termina
la vista y el tribunal se reúne para dictar
sentencia.
Por
la tarde, a las cinco, otro consejo de guerra. Son
los acusados: Maximiliano Gómez Cobos, Raimundo
Alcorazo, Francisco Conde Calvete, José Costas
Costas, Facundo López Fernández, Luis
Subisaga, Juan Fernández Moreira, Manuel Marcos
Ezquer y Angel Cristóbal Aparicio. El fiscal
pidió la pena de muerte para todos.
Los
cristianos caballeros que componen el tribunal militar
nº 1, impregnados hasta el tuétano del
honor y demás virtudes militares, tuvieron
a bien dictar ese día catorce condenas a pena
de muerte y una a reclusión perpetua. En este
caso no hubo discriminación y fueron igualitarios,
así que a Anita Orejas también la condenaron
a pena de muerte.
Y
al día siguiente, al amanecer, un traqueteo
de motores por la calle Ramón y Cajal arriba.
Durante meses y meses, el metálico y fugaz
paso de esta caravana de la muerte anunciaba que el
día iba a nacer con fusilamientos. Los
piquetes de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto
se presentan ante la cárcel de El Coto a reclamar
a sus víctimas. Un piquete vigila y el otro
fusila. Un día matan unos y otro día,
otros. Que todos maten que así todos tendrán
porque callar. ¿O serían soldados los
que esos primeros días tuvieron que desempeñar
tan siniestra tarea?
Trece
hombres y una mujer cruzaron el rastrillo de la cárcel
de El Coto aquel nueve de Noviembre. Amarradas
las muñecas con alambres, les subieron a las
camionetas y la comitiva se puso en marcha: medio
kilómetro hasta el paredón del cementerio
de Ceares. No esperaron para ejecutarles ni las tres
o cuatro semanas que solía llevar el trámite
de la consulta y recepción del correspondiente
“enterado” del “Cuartel General del
Generalísimo”: ¡se conoce que tenían
prisa por derramar sangre de inocentes!
No
sabemos cómo se las arreglarían para
ponerles delante del paredón, si los tendrían
que dominar a culatazos y llevarlos a rastras o si
marcharían gallardamente dando “vivas”
a la República, si escupirían al piquete
o implorarían clemencia, si aceptarían
al sacerdote o maldecirían a Dios y a toda
la corte celestial… No sabemos si los fusilarían
de tres en tres o de cinco en cinco, ni si a Anita
la fusilarían sola por ser mujer o no. Nadie
de los que de allí regresaba hablaba de ello.
Solamente un fraile de los que asistían a los
fusilamientos dijo un día a unos presos de
El Coto: “dos tiros a la cabeza y tres al corazón”.
Así que ese nueve de Noviembre, setenta
disparos dieron los buenos días nacionalistas
a la villa de Gijón.
Y
allí quedaron los cuerpos formando montón
a la espera de que los enterradores los tirasen a
la zanja ya abierta: trece hombres y una mujer: Ana
Orejas López, a la que llamaban Anita porque
tenía 23 años y no había sido
ni Agustina de Aragón ni la Pasionaria, ni
miliciana ni nada de nada, pero a la que la Justicia
Militar del ejército franquista la hizo acreedora
a los cinco plomos reglamentarios que agujerearon
su cuerpo y pusieron fin a su corta vida.
Expediente procesal de Anita
Teresa
Santianes Giménez tenía 23 años,
como Anita, y también vivía en Gijón.
En el segundo consejo de guerra de los que se
celebraron el sábado día veinte de Noviembre,
los mismos que condenaron a Anita la sentenciaron
a ella a pena de muerte. No sabemos si acudiría
a presenciar la siniestra pantomima del consejo de
guerra o no, porque llevaba ingresada en el hospital
desde el día cinco. Quizás por ese motivo
no la fusilaron el nueve de Diciembre con los otros
siete hombres que habían sido condenados a
la máxima pena el mismo día que ella.
Esperaron a que le dieran de alta en el hospital
para poder meterla en la cárcel de El Coto
y fusilarla el día veintiuno de Diciembre junto
con otros cuatro hombres.
El
tribunal militar nº 1 seguía celebrando
consejos de guerra en Gijón. En uno de ellos,
el primero que se celebró en la mañana
del jueves día dos de Diciembre, compareció
Juana Alvarez Molina. Juana tenía cuarenta
años, estaba casada y era madre de siete hijos.
Los mayores habían estado luchando en el frente
como milicianos, los pequeños rondaban los
seis años. La detuvieron en su casa de
la calle Oriental, en La Calzada, el veinticinco de
Noviembre y la acusaron de participar en manifestaciones
y requisas. En realidad y como en tantos otros casos,
la tomaron a ella como rehén pensando que así
conseguirían que su marido, que era al que
realmente tenían interés en coger, abandonaría
el escondite donde estuviera oculto y se entregaría.
Como vieron que pasaban los días y el marido
no se entregaba, llevaron a Juana ante el tribunal
militar para que la condenase a pena de muerte, como
así fue. La fusilaron el día quince
de Diciembre junto a un chico llamado Felicísimo
García Casas, que tenía veinticuatro
años, era natural de un pueblo de León
y se había pasado a la zona republicana.
¿Cómo
se iba a entregar el marido de Juana, Luis Laruelo,
si había conseguido escapar a Francia en uno
de los últimos barcos que salieron de El Musel?
Pero a Luis Laruelo, obrero de la “Fábrica
de Sombreros” de La Calzada, afiliado al sindicato
“El Fieltro”, de la CNT, miembro del Comité
de Control que se incautó y dirigió
la producción de dicha fábrica durante
la guerra, le buscaban dos familias poderosas de Gijón:
los Paquet, propietarios de la empresa, y García
Rendueles, gerente de la misma. No lograron encontrarle,
mataron a su mujer. Mejor dicho, lo mandaron, mandaron
que se matase a su mujer. Y así se encontró
Juana, madre de siete hijos, camino del paredón
de Ceares. Cuenta la leyenda popular que al darse
cuenta Juana de a dónde la llevaban, se aferró
tan fuertemente a una de las barras del autobús
o furgoneta en que la llevaban que los guardias solamente
pudieron hacerla bajar después de cortarle
una mano con una bayoneta.
Confirmación de la pena de muerte de Juana
y Felicísimo
El
viernes día diez de Diciembre, tres mujeres
fueron condenadas a muerte. En el primer consejo de
guerra que se celebró ese día comparecieron,
junto con otros acusados, las hermanas María
y Ludivina Suarez Sala, naturales de Cenero y vecinas
de la parroquia gijonesa de Carbaínos. María,
de 18 años, fue condenada a pena de muerte
y Ludivina a reclusión perpetua.
En
el tercero de los consejos de guerra, otras dos hermanas,
Eladia y Aurora García Palacios vieron como
el tribunal militar les imponía sendas penas
de muerte. Eladia era maestra, tenía 33
años y estaba casada. Daba clases en un colegio
particular en el barrio de La Guía y pertenecía
a la sección local de FETE-UGT y a la ATEA.
En el mes de Septiembre de 1936 había sido
nombrada directora del Asilo Pola y del Patronato
San José. Su hermana Aurora, de 38 años
de edad, casada y sastra de profesión, pasaba
por ser su ayudante.
María
Suárez Sala, condenada a pena de muerte con
apenas dieciocho años de edad, despertó
un resto de humanidad en el auditor de guerra que
al supervisar la sentencia añadió a
la misma lo siguiente: “”Otrosí,
digo: La imprecisión de la fecha de los hechos
determinantes de agravación para la sentencia
para María Suárez Sala, y la circunstancia
de tener ésta, precisamente, dieciocho años,
inducen al Auditor que suscribe, a proponer la conmutación
de su pena por la inmediata inferior, estimando que
la dudosa aplicación del artículo 211
del Código de Justicia Militar, debe de favorecer
al reo.” El Auditor de Guerra (firmado y rubricado).
Así fue, el día cinco de Enero de 1938
llegaba la comunicación de la Asesoría
Jurídica del Cuartel General del Generalísimo
conmutándole la pena de muerte por la de reclusión
perpetua.
También
Aurora pudo esquivar a la muerte, pero para la que
no hubo conmiseración alguna fue para su hermana
Eladia, la maestra. ¡Cómo no iban a fusilar
a una mujer que era maestra, que había expulsado
a las monjas del Asilo Pola, que “realizó
una labor perniciosa y criminal en la población
escolar de niñas del Asilo, familiarizando
a las alumnas con las ideas de libertad y emancipación
humanas”; que “escarnecía a las autoridades
y órdenes religiosas”; que “inculcaba
a las niñas odio al fascismo, efectuaba lecturas
diarias de formas asquerosas y llevaba a las niñas
a actos políticos públicos en que ella
actuaba”! ¡Cómo no iban a fusilar
a Eladia, la maestra “incivil, inmoral y atea”,
si había organizado una expedición niñas
que partieron para Rusia y, además, escribía
artículos en “Avance”, gozaba “de
gran ascendiente en el Frente Popular” y había
llegado a tener amistad con la familia de Belarmino
Tomás! Lo raro es que no hubieran levantado
para ella un patíbulo delante del Ayuntamiento
y la hubieran matado a garrote vil, conformándose
como se conformaron con fusilarla un veintinueve de
Diciembre en compañía de cinco hombres.
Anita
Vázquez Barrancúa tenía 27 años
cuando la fusilaron el 16 de Febrero de 1938.
Vivía en Gijón pero había nacido
en Avilés y estaba soltera. En el primer consejo
de guerra de los cuatro que se celebraron el día
diecinueve de Enero, el tribunal militar dictó
contra ella la pena de muerte. La acusaron de pertenecer
al PCE y al Socorro Rojo Internacional, de haber sido
nombrada policía secreta y de haberse ido,
más tarde, como voluntaria al frente, enrolándose
como miliciana en el batallón “Máximo
Gorki”.
Había
nevado en Gijón y en ese frío y gris
amanecer del miércoles dieciséis de
Febrero treinta y una personas pintaron de rojo con
su sangre la nieve y la tierra del cementerio, sangre
roja que también brotaba por los cinco agujeros
del cuerpo sin vida de Anita Vázquez Barrancúa.
El
día anterior, el martes quince, otra mujer
fue pasada por las armas; ella y treinta hombres más.
Se llamaba Belarmina Suárez Muñiz,
tenía 29 años, estaba soltera y vivía
en Bocines, concejo de Gozón, donde había
nacido. La acusaron de pertenecer a la UGT y al SRI,
y de haber sido la jefa de la cárcel de mujeres
de Luanco.
A
Belarmina Suárez la condenó a pena de
muerte el tribunal militar en el tercer consejo de
guerra que se celebró el viernes día
veintiuno de Enero. En los dos consejos de guerra
que precedieron al suyo, otras dos mujeres sufrieron
idéntica condena. Las dos eran naturales y
vecinas de Avilés. Una de ellas se llamaba
Adela Suárez López, tenía
cincuenta años y estaba viuda; la otra, mucho
más joven, con tan solo veintiséis años,
se llamaba Luisa García del Valle y
estaba casada. A las dos les notificaron la conmutación
de la pena de muerte por la de reclusión perpetua
unas horas antes de que llevaran a fusilar a todos
los demás que habían sido condenados
el mismo día que ellas.
sentencia firmada por el Tribunal Militar nº
1
Diariamente
se celebraban consejos de guerra, tres o cuatro al
día de media. El miércoles nueve de
marzo, comparecieron como encausadas treinta y dos
personas a las que el tribunal militar endosó
catorce penas de muerte. Una de esas penas de muerte
le tocó una mujer de Colunga llamada Palmira
Irene García Cueto de la que solamente
sabemos que tenía treinta y cuatro años
y estaba viuda. Se la conmutaron por la de reclusión
perpetua el día veintiocho de Mayo, fecha
en que les tocó morir fusilados contra las
tapias de Ceares a treinta y cinco prisioneros.
La
semana siguiente, otras tres mujeres fueron condenadas
a la última pena. Una de ellas era la joven
Carmen Ríos Toral, de apenas veintidós
años, que era de Panes, y que fue sentenciada
en el primero de los consejos de guerra del martes
quince de Marzo. El tribunal dio por buena la acusación
del fiscal y del juez instructor, y consideró
probado que Carmen Ríos había pertenecido
a las JSU, había vestido como miliciana y portado
pistola, formado parte de la corporación municipal
de Peñamellera Baja como teniente de alcalde
y que se había encargado de la dirección
de un taller de costura, todo lo cual, a criterio
del tribunal, bien merecía que a Carmen Ríos
se le arrancase la vida. Afortunadamente para ella,
no fue así y el cinco de Mayo le notificaron
la conmutación por la pena inmediatamente inferior:
reclusión perpetua.
Celestina
López Mariño y Eulalia Arevalillo Tapias
recibieron la sentencia de muerte en sendos consejos
de guerra celebrados el jueves diecisiete. Celestina
era de Avilés, estaba casada y tenía
treinta y cuatro años, la misma edad de Eulalia,
que había quedado viuda y había nacido
en Bilbao, aunque vivía en Gijón. A
Celestina la acusaban de pertenecer al PCE y al SRI,
de haber estado en el frente como miliciana y, más
tarde, como enfermera y delegada del SRI en el “Hospital
nº 25” de Avilés. La acusación
contra Eulalia parecía más grave, pues
afirmaban que ella y su marido, del que no sabemos
se habría muerto en el frente o fusilado, habían
estado haciendo fuego de ametralladora contra el cuartel
del Simancas durante los días que duró
el asedio. El tribunal militar no se anduvo con
distingos y las condenó a las dos a pena de
muerte, que les fue conmutada con fecha seis de Mayo
de ese año.
Al
día siguiente le tocó pasar por el amargo
trance del consejo de guerra a una mujer de Avilés
llamada Antonia González Cuervo, de 51 años
de edad. No la condenaron a pena de muerte, sino a
reclusión perpetua. Pero, como si la hubieran
ejecutado, porque víctima de las penosas condiciones
de la prisión central de mujeres de Saturrarán,
término municipal de Motrico, en Guipúzcoa,
a donde había sido trasladada a cumplir condena,
falleció en la enfermería de la prisión
el quince de Octubre de ese mismo año. “Miocarditis”
es lo que figura como causa oficial de la defunción.
El
sábado veinticinco de Junio, Gijón se
despertó con las cotidianas descargas de los
máuseres reglamentarios. Sucesivas y espaciadas,
y a tenor de lo detallado por uno de los capellanes
de la cárcel de El Coto, ese día completarían
un total de ciento cinco disparos, más los
sueltos de la pistola del oficial que mandase el piquete,
los llamados tiros de gracia. Porque ese día
en que la ciudad aún estaba engalanada de celebrar
la festividad religiosa del Sagrado Corazón
de Jesús, incluidos misa y sermón
en la iglesia de los RR. PP. Jesuitas, a la que siguió
la correspondiente procesión por las principales
calles de la ciudad; ese día, todos, empezando
por los reverendos padres, seguidos por las respetables
“Siervas de Jesús” y demás
devota feligresía, todos oyeron la sonora
traca con que se llevaba a cabo el matutino ritual
del holocausto proletario: veintiún víctimas
sacrificadas para mayor gloria de la patria y la religión
verdadera. Veinte hombres y una mujer, una mujer llamada
Máxima Vallinas Fernández, que vivía
en Ribadesella aunque era natural de Villaviciosa,
que tenía cuarenta y dos años y estaba
viuda. Que no sabemos si tendría hijos o no,
pero que cabe pensar que sí los tuviera, unos
hijos que a partir de ese día quedaban huérfanos
de padre y madre…
Huérfanos
de padre y madre, sí, porque estamos viendo
en este breve listado del crimen que muchas de las
mujeres estaban viudas, sin que se pueda precisar
las causas que llevaron a sus maridos a la tumba.
Porque viuda estaba también Amelia Noriega
Martínez, que tenía 37 años y
era natural y vecina del pueblo llanisco de Vidiago.
A Amelia no la fusilaron, pero perdió la vida
igualmente en esa especie de campo de exterminio que
era la cárcel de Saturrarán. La
habían condenado a reclusión perpetua
en uno de los consejos de guerra del día nueve
de Julio. No llegó ni a cumplir un año
de condena, pues falleció en la citada cárcel
de mujeres el día ocho de Abril de 1939 a consecuencia
de “uremia”.
sentencia firmada por el Tribunal Militar nº
3
La
última mujer fusilada en Gijón fue Estefanía
Cueto Puertas, que fue pasada por las armas el día
29 de Agosto de 1939, llamado por los patrocinadores
del holocausto proletario “Año de la Victoria”,
victoria de la ignominia, el crimen y la venganza.
A Estefanía Cueto la sentenciaron a la última
pena en un consejo de guerra celebrado en Oviedo el
día tres de Marzo: casi seis meses la tuvieron
encerrada en los corredores de la muerte esperando
oír pronunciar su nombre cada amanecer. Natural
de Nueva de Llanes, tenía 40 años, estaba
soltera, era modista y vivía en Sotrondio.
Pertenecía al PCE y decían de ella que
había participado en la Revolución de
Octubre del 34 y que había conseguido huir
y exiliarse en Rusia, de donde regresó en Febrero
de 1936, tras la victoria electoral del Frente Popular.
También afirmaban los que la condenaron a morir
que durante la guerra había sido una de las
principales dirigentes comunistas y que había
desempeñado la dirección de talleres
de costura en Sotrondio, en Nueva y Posada de Llanes,
y en Pola de Siero: ¡grave crimen el de saber
coser!
El
día que la fusilaron se contaron quince cuerpos
en el montón, uno de ellos el de la que en
vida se conoció por Estefanía Cueto
Puertas, modista de profesión.
Pero no puede cerrarse esta relación sin
mencionar a las mujeres que fueron “paseadas”,
que fueron asesinadas directamente, sin los consabidos
preámbulos de la juridicidad inversa. No
las podremos citar todas, pero sí a algunas,
aunque sea sin su nombre y apellidos, que desconocemos;
como la que figura inscrita en los libros de defunciones
del Registro Civil el día ocho de Noviembre
de 1937 de este tenor: “una mujer, de unos 45
años, ignorándose sus señas,
morena, delgada, viste abrigo negro con tres costuras
transversales en las mangas, calza medias grises…”
“Falleció en la carretera Gijón-Avilés
por disparos de arma de fuego, según resulta
de la diligencia de autopsia…” Como los cadáveres
de esas mujeres sin identificar que aparecen flotando
en la mar. O como Consuelo Hevia Prendes, de
25 años, natural y vecina de Albandi, en Carreño,
viuda de Marcelo Alvarez Rodríguez, que había
muerto luchando en el frente, con dos hijas de dos
y cuatro años, a la que los gatilleros de Falange
de Carreño mataron de dos tiros delante de
la puerta de su casa en la madrugada del día
doce de diciembre de 1937. Y como tantas otras cuyo
asesinato figura enmascarado por la socorrida apelación
a una “hemorragia interna”, “fractura
del cráneo” y cosas similares.
Y
sin olvidar a estas tres mujeres que fallecieron en
prisión: Cándida Mayor Noriega, Elena
Villar Cué y Sabina Alvarez Díez. Sabina,
con sus setenta y seis años, vivía hasta
que fue detenida en La Calzada y falleció en
la cárcel de El Coto el diecinueve de Noviembre
de 1939. Elena, natural y vecina de Celorio, en Llanes,
de sesenta y nueve años de edad, murió
en dicha cárcel el diecinueve de Julio de 1938.
Cándida, de setenta y cuatro años, vecina
de Ceceda, prisionera en la cárcel de Infiesto,
falleció el veintiuno de Octubre de 1939.
Tampoco
se puede dejar de citar a las ciento dieciséis
mujeres y cincuenta y seis niños fallecidos
dentro de los muros de la cárcel de Saturrarán,
relacionados en otro apartado de esta web, de los
cuales treinta y cinco mujeres y siete niños
figuran como naturales de Asturias.
Siniestra
suma y sigue que jamás se completará,
no por pérdida de memoria de ninguna clase,
sino por la comodidad y la conveniencia de los
que con su simple firma en un ayuntamiento o en un
ministerio, pudieron, y pueden, establecer los mecanismos
y los medios para conocer la verdad con exactitud
y certeza; para que las víctimas del holocausto
franquista salgan de su eterna reclusión en
la memoria familiar y pasen a ocupar el lugar que
merecen en la historia de la nación y puedan
recibir el homenaje público a su memoria y
el tributo a su honor que hace más de veinticinco
años que se les adeuda.
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