En las últimas horas del día veinte de
Octubre de 1937, los requetés de las brigadas
Navarras que mandaba el general Solchaga habían
sobrepasado ligeramente Villaviciosa en su avance hacia
Gijón. Ese mismo día, el gobierno de Asturias
y León, reunido bajo al presidencia de Belarmino
Tomás, acordó por unanimidad ordenar la
evacuación por mar. Se cursaron las órdenes para que el mayor número posible
de fuerzas del ejército republicano del Norte,
así como funcionarios y miembros de los partidos
y sindicatos del Frente Popular, se dirigiesen al anochecer
hacia los puertos de la zona de costa comprendida entre
Gijón y Avilés para embarcar con rumbo
a Francia. Así mismo, se dieron instrucciones
para la destrucción de todas las industrias estratégicas
y de guerra, medios de transporte y documentación
de interés.
A
las cinco de la tarde de ese veinte de Octubre, partían
del puerto de El Musel a bordo del “Torpedero
nº 3” la cúpula militar y algunos
dirigentes políticos. Horas más tarde,
Belarmino Tomás y la casi totalidad de los miembros
del gobierno de Asturias y León, junto con otras
personas, zarpaban de ese mismo puerto en el pesquero
“Abascal”. Ambos buques conseguirían
arribar a puertos franceses sin novedad. Otras sesenta
embarcaciones de todo tipo también lograrían
alcanzar las costas francesas del Atlántico.
En su mayoría, eran pequeños pesqueros
que iban abarrotados de milicianos y civiles. Otros
barcos y lanchas, en un total aproximado de veintiséis,
fueron apresados por la Marina nacionalista que bloqueaba
la costa. Los avatares de unos y otros han sido relatados
con detalle en el mencionado libro “Asturias,
Octubre del 37: ¡El “Cervera” a la
vista!”
Mas
en la zona republicana de Asturias no llegó a
producirse un vacío de poder. Ausentes las autoridades
políticas y militares, recayó el mando
en el coronel de Artillería Franco Mussió.
Este coronel era el director de la Fábrica de
Trubia cuando se inició la sublevación
militar en Africa. Mientras el coronel Aranda se sumaba
a la sublevación y conseguía dominar Oviedo,
el coronel Franco se mantuvo leal y la Fábrica
de Cañones de Trubia estuvo funcionando al servicio
de las fuerzas republicanas hasta el útlimo día.
A pesar de disponer de una orden de embarque, el coronel
Franco se negó a hacerlo y asumió su responsabilidad.
Hay un gran paralelismo entre la actitud de este coronel
y la que un año y medio más tarde mantendría
en similares circunstancias el general republicano Antonio
Escobar. El destino de ambos sería idéntico:
el pelotón de fusilamiento.
El coronel Franco Mussió
Las
tareas que se marca el coronel Franco Mussió
son elementales y limitadas: mantenimiento del orden,
evitando que se produzcan víctimas, y tratar
de que a última hora no se cometan desmanes ni
destrucciones. Le auxilian en su misión los comandantes
Bertrand y Espiñeira, los capitanes Revilla y
Bonet, el teniente Alau y otros. Una de las primeras
medidas que toma es ordenar a los batallones que estaban
en Gijón que se dirigiesen hacia Avilés
para evitar cualquier intento de resistencia a la entrada
nacionalista en la ciudad. No da la orden de destrucción
de fábricas y minas, retrasándola y sustituyéndola
en algunos casos por la de “inutilización
temporal”, lo que contribuye a crear confusión
y a que, en último término, no se lleve
a cabo. Ordena la puesta en libertad de los presos,
entregándoseles algunas armas para que contribuyan
al mantenimiento del orden hasta la entrada de las tropas
nacionalistas. Envía al encuentro de las columnas
que avanzan desde Villaviciosa al capitán Altuna
junto con un aviador alemán que estaba preso
en Gijón para que atestiguara lo que estaba sucediendo.
En los tejados de las casas se colocan banderas blancas
y se mantienen funcionando los servicios indispensables
de la ciudad y de las fábricas. Por último,
el coronel Franco Mussió dio la orden de rendición
a los frentes.
A
las once y media de la mañana del día
21, el dirigente de la Falange de Avilés, Márquez,
estableció contacto por radio desde Gijón
con el Estado Mayor del VIII Cuerpo de Ejército
nacionalista. A partir del mediodía, varias
escuadrillas de aparatos nacionalistas sobrevolaron
reiteradamente Gijón a baja altura. A las tres
y media de la tarde, un grupo de oficiales franquistas,
acompañados de requetés, se entrevistó
con los mandos republicanos. La ciudad está ya
en manos de la “quinta columna”, es decir,
de derechistas que hasta entonces estaban presos o escondidos,
y de gentes que cambian de chaqueta, a los que se suman
los que empiezan a hacer méritos para congraciarse
con los que van a ser los nuevos amos de la situación.
La
IV Brigada de Navarra entró en Gijón por
Somió sin disparar un solo tiro. El cronista
oficial de las operaciones del ejército de Franco,
que firmaba bajo el seudónimo de El Tebib Arrumi,
lo contaba de esta manera:
«(…)La
Cuarta Brigada de Navarra, que es la que más
cerca se hallaba de Gijón, emprendió la
marcha a las ocho de la mañana, y en sólo
cinco horas cubrió los 36 kilómetros que
la separaban. Treinta y seis, porque estaban volados
varios puentes y fue preciso hacer un largo rodeo por
caminos apartados. El avance fue tan veloz que a las
cinco de la tarde los requetés se hallaban en
“El Puentín”.
Fui
invitado por el general jefe de las Brigadas a entrar
en Gijón. Hicimos la entrada junto con Camilo
Alonso, precedidos por los carros de asalto. Gijón
no nos esperaba tan pronto, y no bien comenzaron a entrar
las primeras fuerzas, el entusiasmo se desbordó…»
A
las seis de la tarde, el coronel Franco hacía
entrega del mando de toda la Asturias republicana al
coronel Camilo Alonso, jefe de la IV Brigada de Navarra.
Se había mantenido el orden durante veinticuatro
horas, no se habían cometido asesinatos ni desmanes
de ningún género y tampoco se llevaron
a cabo las destrucciones planeadas.
El
coronel de Artillería José Franco Mussió
fue sometido a un consejo de guerra de oficiales generales
que se celebró en Oviedo el día ocho de
Noviembre de 1937. Junto a él, se sentaron en
el banquillo otros jefes y oficiales de Artillería
destinados en la Fábrica de Cañones de
Trubia. Acusados de traición, fueron condenados
a pena de muerte y ejecutados cinco días después
en un campo próximo al “Stádium”
(Los Catalanes).
Para
el resto de la población comenzaba también
la represión. Los presos y la “quinta columna”,
antes aún de la entrada de las Brigadas Navarras,
habían empezado ya con los ajustes de cuentas,
las detenciones, los apaleamientos, los asesinatos…
Autoridades
nacionalistas
-Gobernador
Militar de Asturias: General Rafael Latorre Roca.
-Gobernador
Civil: Gerardo Caballero.
–
”
” Octubre-38: José Ceano Vivas-Sabau
(coronel de Infantería)
-Delegado
Orden Público de Gijón: Capitán
de la Guardia Civil José Alonso
Martínez
de Celada. Interino: tte G. C Castor Ramos
-20-3-38
Nuevo obispo: Manuel Arce Ochotorena
-Primer
alcalde interino: Alberto Menéndez Setién
(estuvo preso hasta la entrada de los nacionales).
-Delegado
de Orden Público: Pedro Martínez García.
-Subdelegado
de Orden Público: Agustín Tato.
-Capitán
Policía Armada: José G. Parreño.
-Alférez
de la 42 compañía de Asalto: Fernando
Rubio de la Riva,
-Comandante
militar (Nov.-37): Teniente coronel Eloy Soto Menlle.
-11-11-37
Toma posesión sustituyendo al coronel Gerardo
Mayoral.
–
Tte. coronel Cte. Militar de Gijón Javier Soto
Reguera (o Rivera)
-3-6-38
Nuevo Cte. Militar de Gijón: Manuel Tuero Castro,
coronel del Regimiento de
Simancas
(estuvo en defensa Alcazar de Toledo)
-Comandante
Militar interino, teniente coronel de Caballería
Martín Uzquiano.
-19-7-39
Delegado Prov. de Justicia y Derecho, Silva Melero
-Nueva
Gestora Municipal (8-11-37):
Alcalde:
Paulino Vigón Cortés
Interior y Ceremonial: Julio Gavito
Arroyo
Beneficencia/Sanidad: Avelino González
Fernández
Cultura:
Antonio Fernández Cobo
Hacienda:
Julián García Cifuentes
Abastos:
Manuel Fernández Sánchez
Luz, Agua y Alcant.: Oscar
de la Riera Acebal
Policía Rural:
Julio Paquet Cangas
Policía Urbana:
Manuel García Manso
-19-7-39
Comisario-jefe de la Comisaría Investigación
y Vigilancia, Juan Sánchez Pérez.
-Subdelegado
de Hacienda: R. D. de Lastra, 19-7-39, Altolaguirre.
-19-7-39
Aduana, Carlos Rúa Figueroa.
-Jefe
Servicios de Intendencia: Comandante Ignacio Sanguesa
-Jefe
Local FET y de las JONS: Roberto Paraja. Antes 19-7-39,
Rodríguez Navia.
-Delegado
Local de Prensa y Propaganda: T. Martín Escobar
-Jefe
Local del SEU: Guillermo Rodríguez Quirós;
sede: Cabrales, 49
-Jefe
Milicias Flechas, Guillermo Rocha
–
” ”
Cadetes, Carlos Méndez Cuervo
-Jefe
de Centuria: José Manuel Risueño
-Subdelegado
del Llano de FET de JONS: José Luis Moro
-Delegado
de Tremañes de ”
” ”
: Angel González
Andrés
Escandón Guardado, jefe de Falange de Luanco.
Personal
de servicio el 17-11-37 en la cárcel de El Coto:
Oficial
Antonio Valle, inspector de Servicios y Oficina.
Oficial
Francisco Fernández, Cocina y Enfermería.
Guardias:
José Piñera (Oficina), Angel Casielles
(diligencias), Alfredo M. Fano (Rastrillo), Higinio
Marqués (1ª Gal.), Manuel González
(2ª Gal.), Ovidio Castro (3ª Gal.), Carlos
Vallina (4ª Gal.).
Auxiliares:
Ernesto Linaje, Fco. Sáinz, Luis García,
Ramón Eufemiano Soto, Emilio Martín Foyaca,
José Quintela, Fco. Martínez, Tomás
Carro, Amador Fdez., Pedro Murcia, Ramón Cuervo,
Benito Fernández, Corsino Menéndez, Manuel
García, Constantino Vázquez, Fco. Díaz.
-Directores
de la cárcel de El Coto:
Conrado
Sabugo Collantes,
Santos
Ibáñez
Eduardo
de Carantoña y Gullón
Rafael
Avila Guzmán
Consejo
de Guerra. Tribunal Permanente nº 1
Presidente:
Comandante Caballería Luis de Vicente
Fiscal:
Alférez honorífico del Cuerpo Jurídico
Antonio Iglesias
Secretario
del Consejo: Bonifacio Lorenzo Somonte
Defensor:
Capitán Infantería Amable Cerviño
” Teniente
Luis Barreiro Paradela
Consejo
de Guerra sumarísimo de oficiales generales.
Presidente:
General
de División, Ambrosio Feijoo Pardiñas.
Vocales:
Coronel
de la Guardia Civil, Pedro Romero.
Coronel
de la Guardia Civil, Emilio Cortés.
Coronel
de la Guardia Civil, Miguel Arredonda.
Teniente
coronel de Artillería, José Mª Fernández
Ladreda.
Teniente
coronel de Caballería, Martín Uzquiano.
Vocal
Ponente:
Brigada
auditor, Hernán Martín Barbadillo.
Fiscal:
Teniente
auditor, Joaquín Otero Goyanes.
Defensor:
Capitán
de Artillería de Costa, Darío Pérez
López.
Otro
tribunal de oficiales.
Tribunal:
Presidente:
general de División, Ambrosio Feijoo Pardiñas
Vocales:
Coronel de Infantería Emilio Cortés Reyes
Coronel de Infantería, Alfonso Velayos Valenziaga.
Coronel de Infantería, Miguel Arredonda
Lorza
Coronel de Artillería, Ginés Montel Martínez.
Teniente coronel de Infantería, César
Mateos Rivera
Vocales
suplentes:
Teniente coronel de Inválidos, Eladio Amigó.
Vocal
Ponente:
Auditor de Brigada, Hernán Martín Barbadillo.
Fiscal:
Teniente Auditor de primera, Joaquín Otero Goyanes.
Defensor:
Alférez provisional de Infantería, Elías
González Castaño.
Otro
tribunal de oficiales:
Tribunal:
Presidente:
General
de brigada Angel García Benítez.
Vocales:
Coronel
de Infantería Adolfo Velayos Valenciaga.
Coronel
de Infantería José Voyer Méndez.
Teniente
coronel de Infantería César Español
Núñez.
Teniente
coronel de Infantería José Rodríguez
Abella.
Teniente
coronel de Caballería Martín Uzquiano
Leonard.
Vocales
suplentes:
Coronel
de Infantería Cecilio Arias Fariña.
Teniente
coronel de Infantería Antonio Gómez Iglesias.
Vocal
ponente:
Auditor
de Brigada Hernán Martín de Barbadillo
Paúl.
Fiscal
Jurídico Militar de la Región:
Teniente
auditor de primera Joaquín Otero Goyanes.
Defensores:
Capitán
de Asalto José González Díaz Parreño.
Capitán
de Artillería López.
Capitán
de Intendencia, Rodríguez Vega.
Victor
Manuel Morán Prendes, alférez jurídico
de los juzgados militares nº 4; 5 y 6
Alejandro
Harguindey Salmonte, teniente juez instructor.
Julio García Rosado, capitán
honorífico jurídico.
Miralles,
Ambrosio Iglesias y Daniel Apilánez Albaina;
vocal ponente, Valentín Silva.
16-5-38
(Lunes)
SE
SUSPENDEN LOS CONSEJOS DE GUERRA
POR
TRASLADARSE EL TRIBUNAL
AL
CAMPO DE CONCENTRACIÓN
DE
CAMPOSANCOS (PONTEVEDRA)
27-5-38
Presidente:
Manuel Herbella Zobel
Vocales:
Andrés Gutiérrez García, Valentín
Méndez, Manuel Armesto, Eugenio … Saiz.
El
12-12-39, formaban el tribunal del consejo de guerra
permanente de Oviedo:
Presidente:
Eleuterio Velasco Joaquín
Vocal
ponente: Valentín Silva Melero.
Juzgados
de Gijón.
Juez:
Juan Olano de la Torre; secretario: Agustín Eleno
Luengo.
Antonio Solares Cabal, juez municipal accidental
del distrito de Oriente.
Antonio Pizarro Carrión, secretario.
Consejo Supremo de Justicia Militar.
Diciembre de 1941.
Presidente: R. Del Portal.
Consejeros: Valdés Cabanilles, Conde
Pumpido, Topete Urrutia y F. De la Mora.
Niños
menores de 15 años naturales de Gijón
fallecidos por enfermedad en esta ciudad.
Del
22-10-37 al 22-11-37 Comparación
tiempos normales (1935)
(Primer
mes de ocupación nacionalista)
Del 21-10-35 al 21-11-35
Distrito
de Oriente:
55
Distrito de Oriente:
10
Distrito
de Occidente: 37
Distrito de Occidente:
8
Comparación
con el mes anterior (último del gobierno republicano)
Del
20-9-37 al 20-10-37
Distrito
de Oriente:
26
Distrito
de Occidente: 22
José
Enrique Llera Iglesias: “Dentro del mal, los que
estábamos en la Plaza de Toros teníamos
cierta seguridad.”
José Enrique Llera en 1942
(Texto
extraído de las memorias manuscritas inéditas
tituladas: “Prisionero del odio”)
«Pertenecía
como soldado al Batallón “Asturias”
nº 218 que mandaba Tano “el de Olloniego”,
uno de los comandantes que aguantó en el frente
hasta el último momento y no abandonó
a sus tropas como otros. Veníamos retrocediendo
del frente de Arriondas.
Un
grupo de cuatro amigos nos teníamos marcada una
meta: llegar a Gijón antes de la rendición
a ver si podíamos coger un barco con el que llegar
a Francia, pasar de nuevo a España por la frontera
de Cataluña, incorporarnos al ejército
de la República y seguir luchando. Después
de mil peripecias y al cabo de dos días, alimentándonos
con manzanas y castañas, llegamos a Gijón
la noche del diecinueve o el veinte de Octubre.
En
Gijón, el espectáculo era dantesco, con
el gran resplandor de los depósitos de gasolina
de la CAMPSA incendiados iluminando a la ciudad en tinieblas.
Por las calles había personal civil y soldados
por miles. Unos, con la ilusión de embarcar;
otros, que se marchaban para los pueblos de los alrededores
y, otros más, a esconderse donde buenamente pudiesen.
Había una psicosis general de miedo a la represión;
era como un presentimiento que, fatalmente, se cumplió.
Fueron muchos los miles que, unos por las “chekas”
de Falange y otros en consejos de guerra sumarísimos,
perdieron la vida.
A
la entrada de Gijón nos dividimos en dos grupos.
Dos compañeros de Mieres, de los que nunca más
volví a saber nada, se dirigieron directamente
para El Muelle, mientras que el otro y yo nos fuimos
para su casa. Gran alegría llevó su madre
al verle llegar. Nos dio de cenar y, mientras cenábamos,
teníamos los pies metidos en agua caliente con
sal, lo cual, como estaban llenos de llagas de tanto
caminar, nos sirvió de gran alivio.
Cuando
nos dispusimos a partir, la madre, llorando y suplicando,
se plantó en la puerta y consiguió convencer
a su hijo para que se quedara. Marché, pues,
solo; desde Ceares en dirección al Muelle. Había
guerreras y gorras militares tiradas por doquier.
Los urinarios que había en el Paseo de Begoña
estaban atiborrados de ellas.
Una
vez en El Muelle, me puse en una larga cola que había
para subir al “María Elena”,
un barco del gobierno de Euzkadi que llevaba varios
meses en el puerto. Faltarían unas veinte personas
para llegarme el turno para embarcar, cuando se formó
un tiroteo. En medio de un gran desconcierto, todo el
mundo echó a correr, y yo me refugié en
un portal. Cuando renació la calma y volví
a la zona de embarque, el “María Elena”
ya había levado anclas, retirado la pasarela,
y, poco a poco, se alejaba del muelle, iniciando una
singladura que le llevaría a su meta. Años
después, supe que este barco, sobrecargado como
estaba y con una gran vía de agua en una de sus
bodegas, logró llegar a Francia, hundiéndose
pocas horas después en el puerto de Burdeos.
El
cansancio era enorme, pero, no obstante, me uní
a un grupo y partimos caminando hacia El Musel, a ver
si en este puerto teníamos mejor suerte, pues
nuestra obsesión era marcharnos a toda costa.
Mas tampoco allí nos acompañaría
la fortuna, y ya no hubo forma alguna de embarcar. Agotados
como estábamos, regresamos a Gijón. Llegamos
de madrugada, nos sentamos en un portal y nos quedamos
dormidos. Cuando despertamos era ya de día. Por
las calles se empezaban a ver grupos armados que por
la pinta que tenían -unos, con la barba muy crecida,
y otros, muy pálidos- pensé, y acerté,
que eran de la “quinta columna” o “emboscados”,
que así se solía llamar a esta clase de
elementos.
En
vista de lo difícil que se nos ponían
las cosas, optamos por separarnos y cada uno tiró
por un lado; además, todos éramos de diferentes
pueblos de la provincia. Deambulé por Gijón
de un lado para otro, sin saber qué hacer ni
a dónde ir. El estómago pedía comida
y, para engañarle, bebí un vaso de agua
que me dieron en una casa. Esa noche dormí en
un agujero entre los escombros de una casa medio destruida.
Al
día siguiente, desperté temprano: el hambre
es mala compañía para dormir. Me dispuse
a salir de Gijón porque, pensé, manzanas,
por lo menos, las encontraría. Aquel año
hubo una de las mayores cosechas de manzana que se conocieron
en Asturias.
Cerca
del puente del río Piles, por la carretera de
Somió, a ambos lados de la carretera y con un
estandarte y una bandera al frente, vi dos interminables
filas de soldados que se dirigían a la ciudad:
comenzaban a llegar a Gijón las primeras tropas
de ocupación. Tuve miedo de cruzarme con ellas,
di media vuelta, y otra vez a deambular por las calles.
En las aceras de la calle Corrida, junto a la Telefónica,
se agolpaba la gente. Fui a ver qué ocurría
y eran las tropas que desfilaban por la principal arteria
de la villa. A mi lado estaba un muchacho de diecisiete
años, evadido de Oviedo, que había sido
soldado del Batallón “Sangre de Octubre”.
Estaba desmoralizado, como todos: “Ahora -me decía-,
¿cómo me presento yo en Oviedo?”
“¿Y cómo me presento yo en Colunga?”,
le contesté yo. Porque aunque uno no hubiese
hecho mal alguno, parecía que se presentía
el futuro, y el horizonte se veía muy negro.
En
la calle Corrida, atravesada de un lado a otro de la
calle, había una monumental pancarta con el famoso
eslogan de “¡No pasarán!” Los
soldados, al pasar desfilando por debajo de ella, unos,
sonreían, y otros hacían gestos de burla.
Un sargento, mirando muy serio para la acera, dijo en
voz alta: “¡Ya estamos pasando!, ¿qué
nos vais a hacer?” Esto fue para mí ya
la primera humillación.
Más
tarde, anunciaron por unos altavoces que en Los Campos
se iba a servir comida fría a los miles de milicianos
que había por las calles. La “fame”
pudo más que el amor propio, me dirigí
allí y me puse en la larguísima cola.
Por fin, me llegó el turno y me dieron lo que
a todo el mundo: un panecillo, una lata de sardinas
y dos onzas de chocolate. Todavía no habían
comenzado las detenciones ni represión alguna.
Tiempo después, comprendí que lo hacían
para que nos confiásemos y, después, la
redada fuese más fructífera, como así
fue.
Me
senté a comer en el suelo y a unos metros vi
a mi amigo y vecino Enrique Granda. Hacía meses
que no nos veíamos y el encuentro nos alegró
mucho. Hablamos largo y tendido de nuestro común
problema: el regreso a casa. Optamos por coger el toro
por los cuernos y decidimos partir para Colunga.
A
la salida de Gijón, nos encontramos con un guardia
civil de Colunga que había pasado la guerra defendiendo
Oviedo.
-¡Hola!,
¡hola! -Nos dijo al vernos-. ¡Vaya parejina!,
¿a dónde vais?
-Pa
casa -contestamos-.
-Bueno,
bueno. En Colunga os quiero yo ver.
Y
el guardia civil siguió camino adelante.
Con
este precedente, a punto estuvimos de dar la vuelta.
Pero más que el temor a lo que nos pudiera ocurrir
podía el ansia de saber algo de nuestras familias.
Junto a Colunga había un campo de aviación
y éste y la villa habían sufrido durísimos
bombardeos de los “Junkers” nazis, y tanto
mi amigo como yo, hacía tiempo que no sabíamos
nada de la familia.
En
Somió, nos cruzamos con una larguísima
fila de soldados de Infantería que se dirigían
a Gijón con sus carros, camiones y mulos. Ocupaban
toda la calzada y nosotros, cabizbajos y sin apenas
mirarlos, caminábamos por la cuneta. De repente,
un teniente nos llama la atención y nos dice:
-¡Oigan,
a la bandera se le saluda!
-¿Con
qué mano, con la derecha o con la izquierda?
-Pregunté yo-.
No
sé cómo se me ocurrió, pero me
salió espontáneo.
-¡Qué
cínico! ¡Con la derecha! ¡Así!
-Exclamó el teniente, al mismo tiempo que levantaba
el brazo extendido y hacía el saludo fascista.
-¡Qué
creen ustedes, que están todavía entre
los rojos! -Añadió.
Total,
que levantamos el brazo y seguimos caminando. Pero era
tal la cantidad de banderas y estandartes que portaban
que teníamos que ir prácticamente caminando
con el brazo en alto. Algunos se reían y nos
llamaban “rojos” e “hijos de puta”.
Tragando bilis, nos metimos por la primera “caleya”
que vimos y en una pomarada llenamos la barriga y los
macutos. Luego, nos tumbamos detrás de una “sebe”
a esperar pacientemente a que pasara la columna.
Continuamos
rumbo a La Providencia y un “Junker”, seguramente
de reconocimiento, pasó a cincuenta metros por
encima de nuestras cabezas. Nos tiramos al suelo y nos
quedamos inmóviles. Se le veían perfectamente
los tubos de las ametralladoras y al nazi que iba detrás
de ellas.
Al
llegar a Quintueles, salimos a la carretera, y ahí
terminó nuestro viaje y nuestra libertad. Unos
soldados de las Brigadas Navarras que estaban jugando
al fútbol nos llamaron y nos preguntaron si llevábamos
pase. Al responder negativamente, nos dicen que nos
lo dará el alférez y un soldado nos manda
acompañarle hasta una casa situada en el comienzo
de la bajada al puente de Arroes. Había allí
una docena de milicianos en fila y, según llamaba
un soldado que estaba en la puerta, iban entrando de
uno en uno.
Me
puse algo nervioso y pedí permiso para ir a hacer
mis necesidades. Como nos habían dicho que tuviéramos
la cartera preparada, aproveché para romper el
carnet de la CNT y el certificado de las Fuerzas Aéreas
del Norte de España, en el que figuraba como
aprobado para hacer el curso de piloto.
Para
lo de piloto nos habían reunido en Santander
hacia el diez de Junio del treinta y siete a unos quinientos
jóvenes de entre dieciocho y veintidós
años. La mitad iríamos a Francia y la
otra mitad a Rusia, a hacer un curso de una duración
de seis meses, al cabo de los cuales y con sesenta horas
de vuelo se salía de la academia como sargento
piloto y te incorporabas a las Fuerzas Aéreas
de la República. El viaje lo íbamos a
hacer en el trasatlántico francés “Lafayette”,
que ya estaba anclado en el puerto. La ofensiva fascista
sobre Reinosa echó por tierra todos esos planes.
Me
llamaron y entregué al alférez de las
Brigadas Navarras la cartera con algunas fotos, documentos
sin importancia y “belarminos”, los billetes
de banco del Consejo de Asturias y León. Tenía
también cuarenta y ocho pesetas en monedas de
plata, y esas no las entregué. Me pasaron a la
parte posterior de la casa, un patio y un gallinero
bastante amplios, que estaban repletos de camaradas
de distintos batallones. Al oscurecer, nos sacaron a
la carretera y nos llevaron formados a un lagar, a unos
cien metros, donde nos encerraron. Por la noche, nos
llamaron y nos devolvieron las carteras, sin que en
la mía notara falta alguna.
Al
día siguiente, como no nos daban nada de comer,
pedimos permiso al soldado de guardia y cogimos manzanas
de una pomarada que había frente al lagar. Por
la tarde, uno de los soldados se puso a escribir una
carta y nos preguntó cómo se llamaba aquel
pueblo. Charlamos un rato con él y le contamos
el tiempo que llevábamos comiendo sólo
manzanas, y la “tristeza” que nuestros estómagos
tenían. Nos llevó con él a la casa
que hacía de cuartel, sacó de su mochila
dos chuscos bastante duros y dos latas de conserva y
nos los dio. Lo devoramos todo sin pestañear,
y el pan nos sabía igual que recién cocido.
Todos
estos soldados de las Brigadas Navarras, en la parte
izquierda de la guerrera, a la altura del corazón,
llevaban prendida una medalla del “Corazón
de Jesús” con esta inscripción:
“¡Detente bala!” Esto demuestra el
fanatismo que por aquellos tiempos tenían estas
tropas.
Llevábamos
ya dos días encerrados en el lagar y seguían
sin darnos de comer, por lo que nos teníamos
que arreglar con las manzanas de la pomarada próxima.
Continuaban llegando más milicianos, seríamos
más de cien, y el lagar era insuficiente para
acogernos y no había espacio ni para poder sentarse.
Entonces, nos sacaron, nos formaron en columna de tres
y con fuerte escolta emprendimos el regreso a Gijón.
Nos
llevaron a la Plaza de Toros, donde había miles
de camaradas en la misma situación que nosotros.
También había prisioneros en El Cerillero,
La Iglesiona, El Coto, Falange y en las cuadras del
cuartel de la Guardia Civil de Los Campos. Por las noches,
sentíamos tiros y ráfagas de ametralladora
y creíamos que eran partisanos: ¡qué
equivocados estábamos! Los disparos eran en la
playa, en La Providencia o en el cementerio de Ceares,
lugares preferidos por las “chekas” (de
Falange) para efectuar sus asesinatos. De La Iglesiona,
por camiones sacaban a los prisioneros para asesinarles
en Ceares. La brutal, salvaje y ensañada represión
sobre el vencido comenzaba así en Gijón.
Dentro
del mal, los que estábamos en la Plaza de Toros
teníamos cierta seguridad. Dos o tres veces que
fueron los de las “chekas” a sacar presos
y los militares que estaban de guardia los despacharon
de mala manera. Una de las veces, en pleno día,
un teniente les llamó asesinos y les dijo que
si no se marchaban inmediatamente ordenaba a sus soldados
hacer fuego sobre ellos. Estos hechos ocurrieron en
la calle, frente a la entrada principal de la Plaza.
Lo vimos todos los que estábamos paseando por
la parte interior de la verja, porque hasta por la noche
no nos cerraban dentro de la Plaza. Dormíamos
en el suelo, sobre unas tablas y, para combatir el frío,
encendíamos fogatas con la madera de la propia
Plaza.
Al
lado mío, había un grupo de gallegos,
los cuales, bien ignorantes estarían de la situación,
hacía poco tiempo que se habían pasado
a nuestras filas por el frente de San Esteban de Pravia.
Esos tenían un verdadero problema, pues, supongo,
más tarde el juez les juzgaría como desertores.
Después
de llevar siete días a base de manzanas, al día
siguiente de llegar a la Plaza de Toros comenzaron a
darnos de comer. También empezaron los palos.
Irrumpían dentro de la plaza los guardias de
Asalto y al grito de: “¡A formar!”,
comenzaban a dar patadas, hostias y culatazos. En quince
días que duró mi estancia en la Plaza,
solamente me cazaron una vez que estaba sentado, pues,
de pie, corría más que ellos. Me dieron
un culatazo en el pecho que me tiró de espaldas.
Me levanté como si tuviera un resorte y emulando
al mejor velocista llegué a la formación.
Tuve dolores en el pecho y un renegrón que me
duró más de un mes. Esto fue al principio,
porque, luego, ya pusimos “guardias” en
las puertas que nos avisaban cuando venían los
de Asalto y echábamos a correr de un lado para
otro. En honor a la verdad, debo decir que los militares
encargados de nuestra vigilancia, durante mi estancia
en la Plaza, no pegaron a nadie. Eran siempre los de
Asalto, claro que alguna autorización presentarían
para que los dejaran pasar.
Un
día, nos pusieron tropas de Regulares, moros,
de guardia; pero al día siguiente los retiraron
y volvieron los soldados españoles.
Desde
la verja, vi pasar por la calle a un soldado que era
de Gobiendes y al que conocía. Le llamé,
hablé con él y por su mediación
pude mandar aviso a mi madre, que me vino a ver y me
trajo castañas cocidas, nueces y chocolate, que
no sé de dónde lo habría sacado
la pobre; y también una manta. Le pregunté
por mi hermano y me dijo que hacía más
de un mes que nada sabía de él.
Bastante
tiempo después, por su propia boca, pude conocer
la odisea de mi hermano, desde que le hicieron prisionero
en El Mazuco hasta terminar yendo a dar a un Batallón
Disciplinario en el Campo de Gibraltar. Merece la pena
dejar un momento mis memorias para contar cómo
hicieron prisionero a mi hermano. Luego, quien esto
lea que saque sus conclusiones sobre los motivos que
tuvieron los autodenominados “cruzados”
para traer a los enemigos de la cruz a ayudarles.
“Estábamos
-cuenta mi hermano- en pleno combate en la Sierra del
Mazuco, cuando sentimos gritar a nuestras espaldas:
“¡alto, paisa!, ¡alto, paisa!”
Nos coparon, pensé. Miro tras de mí y
veo a un numeroso grupo de moros. Los teníamos
a nuestras espaldas apuntándonos y con las bayonetas
caladas. Nosotros seríamos unos cincuenta. Levantamos
los brazos y se acercaron a nosotros y empezaron a cachear
a la gente. Lo quitaban todo: botas, carteras, relojes,
chaquetas de cuero, todo. Y luego los asesinaban hundiéndoles
la bayoneta. Me llegó el turno; me estaba quitando
las botas y no acertaba. El moro, bayoneta en ristre,
me metía prisa. Yo no podía más,
viendo la muerte en las manos de aquel asesino. Me acordé
de mi hija que, con poco más de un año,
se quedaba huérfana. Me hice por mí las
necesidades, pues en esos momentos los valientes no
existen. Como en el cine, la salvación llegó
en los últimos segundos: la mía y la de
dieciséis compañeros más. Apareció
un alférez español de Regulares que, fusta
en mano y hablando en árabe muy indignado, empezó
a repartir fustazos a diestro y siniestro. De esta forma
se terminó la matanza. Nos puso una escolta de
soldados españoles y nos bajaron para Llanes.”
Y así terminó mi hermano su relato.
[En
un panegírico dedicado a J.E. Casariego y escrito
por varios autores, un artículo de Juan A. Cabezas,
titulado: “J.E. Casariego: un asturiano leal,
humanista y humanitario”; y en el se dice lo siguiente:
“(…)Siempre demostró Casariego la fidelidad
a sus ideas, pero jamás utilizó la venganza
y la crueldad con sus enemigos. Se hizo notorio su comportamiento
con un grupo de prisioneros “rojos”, capturados
por su unidad en los combates de la asturiana Sierra
de Cuera, en el concejo de Llanes. Como sabía
que iban a ser fusilados, los llevó a “tierra
de nadie”, ordenó al piquete que disparasen
al aire varias ráfagas de fusil ametrallador
y mandó a los prisioneros (jóvenes bisoños
de las últimas quintas movilizadas por los republicanos)
que huyesen por el monte. Con aquel fingido “fusilamiento”,
salvó el capitán Casariego una veintena
vidas.”
La
pregunta que surge inmediatamente es si todavía
tras más de un año de guerra seguía
siendo la norma en el ejército nacionalista fusilar
a los prisioneros. En caso afirmativo, entonces los
moros no hacían sino lo que veían hacer…]
Entre
otros, estaba en la Plaza de Toros un tal Rendueles,
que en el año treinta y seis era portero de fútbol
del Sporting. Era muy simpático y un tanto alocado.
Todos los días llegaba gente preguntando, unos,
por sus familiares; otros, indagando en plan policiaco
si estaba determinada persona para, luego, reclamarla.
Como éramos varios miles y todavía no
nos habían hecho filiación alguna, cuando
venían a preguntar por alguien, el oficial de
guardia acudía a Rendueles y éste se subía
a un destartalado camión que estaba junto a la
verja y pedía silencio; contaba un par de chistes
y nombraba a la persona reclamada. Esta, según
viera quién preguntaba por ella, lo cual era
fácil de averiguar, pues el oficial la acompañaba,
se presentaba o no.
Al
lado de la Plaza de Toros estaba el chalet de Víctor
Salas y lo habilitaron para oficinas. Un día,
pidieron voluntarios para hacer la filiación
de vascos y montañeses, y, entre otros, salimos
Granda y yo. La filiación o ficha constaba de:
nombre y apellidos, edad, pueblo del que eras natural,
partido político al que pertenecías, si
habías ido voluntario al frente o por la quinta,
graduación, si te habías entregado o te
habían hecho prisionero, con armas o sin ellas
y de qué clase. Ese trabajo duró cinco
días, durante los cuales podíamos comer
en la cocina y repetir las veces que quisiéramos.
Otro
día, a la hora de la comida, se presentó
un equipo de cine alemán y nos estuvo filmando
durante media hora. Ese día nos habían
dado rancho extraordinario y postre, y un kilo de pan
blanco por persona. Se ve que la propaganda la tenían
bien organizada.
Llevaríamos
quince días en la Plaza, cuando un día
de principios de Noviembre llegan los de Asalto en tromba
y dando leña a todo el mundo como siempre. Pero
esta vez mandan que los asturianos formásemos
dentro de la Plaza. Creíamos que era una formación
más, pero, no sé por dónde se supo,
pronto circuló el rumor de que nos marchábamos.
Formar a más de mil personas con edades que iban
de los dieciséis a los sesenta años y
con los de Asalto repartiendo leña origina confusión
y lleva su tiempo. Rápidamente, me fui al lugar
en el que acampaba, cogí una manta, el macuto
con ropa, la maquinilla de afeitar, el plato y la cuchara,
y volví a la formación, que aún
tardó en terminar de hacerse. Igual que yo hicieron
otros, y acertamos, pues una vez formados nos sacaron
de la Plaza. Me quedó allí otra manta
y casi toda la comida que me había llevado mi
madre, todo lo cual di a los gallegos.
A
la salida de la Plaza, una chica, llorando, gritó:
“¡Adiós, padre! ¿Dónde
te llevan?” Y al mismo tiempo trató de
darle un abrazo. Un guardia de Asalto le pegó
una bofetada, la cogió bruscamente por un brazo
y gritando: “¡Hala, roja, tú también!”,
la metió en la formación. La llevó
hasta El Muelle y allí la mandó marchar.
Fuimos
caminando por Marqués de San Esteban, sin saber
si el destino era la Estación del Norte o El
Musel. Sería El Musel. Entre mi amigo Granda
y yo, como buenamente pudimos, llevamos casi en volandas
a un señor, ya mayor, de Caravia Alta, el cual
estaba enfermo y muy reumático, por lo que apenas
si podía andar. Tiempo después, a este
mismo señor lo trajeron de vuelta del campo de
concentración para Gijón y le fusilaron.
En
La Calzada, próxima a Cuatro Caminos, había
una fuente al lado de la calle. Varios prisioneros se
acercaron a ella para saciar su sed y, al momento, fueron
maltratados por los guardias con toda clase de golpes,
patadas y bofetadas. Uno de ellos estaba bebiendo por
un plato, lo que le impidió ver acercarse al
guardia que, de un culatazo, le metió el plato
por la boca y le partió tres dientes.
En
El Musel, nos embarcaron en un viejo carguero: el “Alfonso
Senra”. Este barco había estado primero
cruzando el Estrecho trayendo moros para España
y estaba lleno de piojos. Nada más sentarte en
el suelo o apoyarte en cualquier lado, te llenabas de
ellos. El barco tenía cuatro bodegas de dos pisos
cada una: dos a proa y dos a popa. Una vez en las bodegas,
los guardias de Asalto nos dieron una última
despedida a base de golpes para que bajásemos
a la bodega inferior. Ya nunca más los tuvimos
de guardianes. A bordo, les relevaron falangistas. Partimos
inmediatamente sin saber a dónde nos llevaban,
hasta que nos vimos anclados en el puerto de La Coruña,
frente a la Banca Pastor.»
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